sábado, 27 de septiembre de 2008

ELÍAS


El abuelo que conocí.
A medida que va pasando el tiempo, las reminiscencias son cada vez más recurrentes. Recuerdos nítidos y puros, aunque fugaces y repentinos, como remolinos de agosto en la polvareda del tiempo.
Es que el abuelo unió lazos familiares muy fuertes; sembró historias.
Fui participe de muchos de los hechos, que después de más de casi medio siglo, me siguen sorprendiendo y me llenan de orgullo.
El abuelo, protagonista principal, tenía un afecto hasta diría, a veces obsesivo por cuidar la naturaleza en todas sus formas: las plantas, el agua y los animales.

Hombre de “palabras”, campesino arraigado a su tierra,, recuerdo sus lamentos, cuando el estado le expropio una porción; era para construir el asfaltado de la principal ruta del país.
Fue como perder un miembro de su cuerpo, nunca dejo de lamentarse.
Cuando llegó el asfalto, (década del sesenta) frente a su casa vivió de pie muchos años un gigante y solitario “casuarina”, que con el viento aullaba en silbidos o lamentos permanentes. Con su soledad y su altura era la guía, la señal obligatoria para los lugareños.
Esta casuarina; era el único árbol solitario, ermitaño que tenía el abuelo.

Porque en el fondo de la casa estaban los arboles frutales, arboles silvestres y plantados convivían juntos protegidos y venerados por el abuelo.
Todos plantados y cuidados para proporcionar sus frutas para los descendientes del abuelo.
Nosotros, competíamos entre nosotros y con los pájaros por las frutas de la estación; era la mayor satisfacción para el abuelo ver a sus nietos disfrutar de los alimentos.
En la chacra cultivaba todos los productos agrícolas en pequeñas parcelas, que él mismo se encargaba de mantener. Amaba la tierra y sus riquezas, por eso, hasta los últimos días de su existencia cuidada su chacra.
El abuelo que vivía retirado a un kilometro del pueblito, no disimulaba sus alegría con las visitas de sus nietos.

Tantos recuerdos de lagunas, de caballos, bueyes, de frutales, de la paz del campo abierto guardo de mi abuelo.
El abuelo Elías, aquel abuelo que sí conocí.

viernes, 19 de septiembre de 2008

como el viento


Como el viento. (R.Guirland)
La primavera produce en mi, sensaciones encontradas.
Ver tanta juventud disfrutando de la estación de la primavera, me hace preguntar…
¿Acaso se da cuenta o ignoran que ellos son la primavera…?
Quisiera que no me ignoren y que me pregunten si los veo…
Quisiera extenderme, materializarme….hacerles saber que siempre los acaricio; los abrazo suave, las rozo sin cansarme nunca, aunque a veces no me sienten. Siempre los espero, en cualquier lugar.
Si acaso me encuentran, igual no me ven… aunque perciban mi presencia. Soy frágil y poderoso como el viento. Puedo mover el mundo, pero necesito que me vean y sí, algún día eso sucede, les aseguro que puedo cambiar el universo. Soy el amor.

jueves, 24 de julio de 2008

El mendigo


Mi libertad
Te dejo en libertad-me dijo.
Como si yo fuera un ave cautivo, un pájaro en jaula deseoso de volar.
Me soltó las manos y me dejó libre.
Ciertamente, soy un pájaro cautivo, pero de puerta abierta.
Como un ave, que a pesar de tener alas nunca aprendió a remontarse. No hacia falta, mi alimento estaba allí, era ella.
Ella sabe que la libertad es mi condena. Si me enseñó a beber la esencia de la vida en sus manos; de nada me sirve ahora la jaula abierta.
“Tú eres libre. Yo necesito mi espacio”- me dijo.
“Necesito distancia, para ordenar mis sentimientos”.
Han pasado muchos tiempos desde entones.
Me quedé libre.
Me quedé solo y sin saber volar, caí al precipicio.
Allí perdí todo, mi dignidad, mi alma, mi cuerpo.
La esencia, el sentido de la vida. Todos se desvanecieron con la libertad.
Ahora me alimento con migajas de recuerdos.
Ahora que tengo la edad de Cristo.
33 años.
Pero ciertamente, es la edad en que murió. Lo mataron.
Ahora lo recuerdo.
En esta noche estrellada, mientras intento dormir en este frío y duro banco de esta plaza.
Mi cuerpo adormecido ya se acostumbró a la intemperie.
De mi alma no puedo hablar, porque quizás ya me abandonó.
Solo juntaré un poco más de cartón, y si mi cuerpo no soporta el frio me uniré con los otros juntos al leño encendido.
Suerte que siempre consigo moneditas para comprar el alcohol.
Sirve para ahogar la angustia, adormecer los recuerdos de ella.
Y viajar al puerto de sus sonrisas, al calor de sus abrazos.
Ahora intentare dormir sobre este banco duro. Y si me ves dormido con una sonrisa entre los labios, no intente despertarme.
Porque entonces, habré aprendido a volar y vuelto a encontrar mi alma.
Por eso te pido, perro, mi fiel amigo no intente despertarme.
Porque, entonces habré abandonado este cuerpo de mendigo.

viernes, 27 de junio de 2008

las estaciones de la vida



Las hojas de otoño (Por R.Guirland)
Las secas y muertas hojas amarrillas, en vano intentan levantar vuelos.
Empujados por el frio viento del otoño, arrastrados por el piso o en vuelos torpes rasantes, solo consiguen alegarse del lugar.
Desde mi cuarto las veo pasar, las imagino como mariposas moribundas en sus huidas desesperadas.
Huir hacia donde y de que?.
Vano e inútil, ya son hojas muertas…
Miro y contemplo a los arboles despojarse de sus hojas. Las veo enflaquecerse, padecer del frio sin el abrigo de sus hojas.
Del vidrio del amplio ventanal, apuradas por los tibios rayos del sol, se deslizan las últimas gotas mañaneras.
Las imagino como son, recurrentes lagrimas de otoño; apuradas, furtivas, tímidas y temerosas.
Es la vuelta de la estación de las flores marchitas, del brote y las perdidas de las hojas.
Sola una de las cuatro estaciones del año; del abrigo, de la bufanda, del resfrió; de las alergias.

Metáfora de las cuatro estaciones de la vida; otoño es la que más me gusta.
La que hace brotar mis sensaciones, el timón de mi estado de animo, la barca de mi nostalgia repetido.
Con cada vuelta del almanaque más pesa este otoño; el sol provoca más frio que calor en el cuerpo y el alma.
La realidad me señala y castiga; en la arena de MI tiempo voy gastando de a uno las estaciones de mi vida.
Y entonces vuelvo a mirar aquellos arboles desnudos; y ahora ya no siento lastimas por ellos.
Siento envidia.
Profundo celos por la creación, porque ellos cada año volverán a vivir las cuatro estaciones.
He visto pasar, tantas primaveras.

Pero la mía; la mía pasa solo una ves en la vida

lunes, 2 de junio de 2008

jueves, 29 de mayo de 2008

Crescencio


Crescencio: un ave solitaria.
Un cuento de R. Guirland
“Crescencio, te están buscando” - le gritaron al pasar los jornaleros.
Regresaban de la tarefa con la caída del sol; amontonados y acurrucados sobre las hinchadas “ponchadas” en la carrocería del viejo camión “119”.
“Quien me busca, caraj…”, apenas pudo responder a modo de saludo y pregunta.
Su grito entrecortado, se perdió entre la polvareda de la sedienta tierra roja y el crujir lastimero del viejo Mercedes, que se desplazaba lentamente, perdiéndose luego en la bajada de una pronunciada curva.
Crescencio volvió a quedarse solo en el rosado, mimetizado entre las ramas resquebrajadas y los negros troncos; restos de lo era un tupido monte.
“Parecen madres con lutos, en pena”- compara – pensando en los troncos negros y quemados aun de pie.
Apurado por el sol que empezaba a descolgarse en el horizonte, asió con fuerza el mango de su reluciente y cimbreante machete.
Cortando y apilonando en montículos las ramas esparcidas en el rozado, con el vibrar del machete al cortar, le invadió una oleada de seguridad, que necesitaba.
Pero al intentar recortar una rama de “guayibira”, el machete con un quejido, rebotó en su mano y despidiendo destellos de luces fue a incrustarse profundamente en la tierra fértil y húmeda
Crescencio acogió aquella señal como una premonición; es que el guayibira es un árbol sagrado y venerado por los indígenas.
Volvió a mirar el rojo sol, que arrastrándose a ras del suelo, se resistía a hundirse en el ocaso.
“Carajo. ¿Quién me busca?. Pronuncia como una queja.
No era una pregunta. Era solo eso: una queja.
Ni siquiera se acercaba a un lamento.
Era solo una queja al único destinatario; o sea, el destino
“Contra el destino nadie puede, ni siquiera Dios”. Pensó.
Crescencio Isildro Barboza vino al mundo en el corazón del Alto Paraná misionero, tiene 28 años, siempre fue un obrero del monte solitario.
Única herencia que le dejó su padre antes de su accidentado fallecimiento hace más de 5 años.
El viejo murió monte adentro, hacha en mano, aplastado por un añoso guayibira
Nunca se supo si fue un accidente o un ajuste de cuenta. Es que los montes se cobran sus victimas; igual que los hombres.
Crescencio, manso y servicial, nunca reculó de tarea rural alguna.
Tenía por principio solo una condición: trabajar en solitario, no en manada
Por eso nunca se mescló en la tarefa de la yerba, de la cosecha del algodón o del té.
“La junta es mala consejera” –decía.
No. El prefiere andar solo.
Recibir solo sobre sus espaldas todos los honores o los castigos.
Prefiere estar siempre preparado para abandonar el lugar ante el quebranto de las palabras empeñadas; o agachar la cabeza antes una culpa.
Son cosas de hombre; igual que los brazos fuertes, las manos callosas y la conciencia.
Su único equipaje era la libertad.
La soledad, pasaporte para recorrer sin trabas ni ataduras, los obrajes del alto Paraná. Por eso nunca se “acollaró”. En el amor siempre fue ave de paso.
Por evitar la multitud, pocas veces se equivocó.

Pero esta vez, el diablo le tapó el entendimiento ganándole la pulseada.
Puso en su camino a la apetitosa morocha Lizandra Araoz Da Silva; la mujer del gendarme que custodiaba la frontera.
“Y bueno, el destino lo busca a uno”-dijo- pensando en esa mujer y en su error.
Se vistió de gala, con su camisa blanca y su pañuelo rojo al cuello: era una deuda, una cita de honor.
Así lo consideró él: si lo andan buscando, se hace presente, porque no es un hombre de andar escondiéndose.
Y esa noche, viernes de luna llena se apersonó al único almacén del lugar.
Se sentó junto a una mesa es un rincón, pidió una copa de caña paraguaya, sorbió un trago y se dispuso a esperar.
Impaciente, volvió a levantar su copa por segunda vez, pero no pudo volver a sentir el sabor picante del líquido al correrse por su garganta.
Nunca llegó el vaso a su boca.
Súbitamente su pecho fue perforado por siete balazos que partieron del arma del gendarme.
Crescencio , con los brazos en cruz, quedó como dormido sobre la mesa, mientras la sangre libre, brota como un torrente de su pecho confundiéndose con su pañuelo colorado y pintando de rojo su camisa blanca,.
Crescencio isildro Barbosa murió pagando con su vida la deshonra de aquel gendarme.
Apenas tubo tiempo para pensar apresurados, en tramos de su pasado. El recuerdo de su madre y su infancia se esfumaron al instantes como relámpagos lejanos. Sintió la apresurada huida de la sangre caliente de su cuerpo. Adormecido, sintió el tibio abrazo protector de su padre.
Fue el momento más tierno de su despedida. Aquel abrazo que en vida, nunca recibió.
Y entonces se entregó a la muerte; ahora nadie llora, ni extraña su partida.
Quizás los montes, los arroyos, las selvas y las picadas de tierras rojas, susurren su nombre al viento.
Tal ves los pájaros del cielo, porque Crescencio es uno de ellos.
Un ave solitaria.

lunes, 12 de mayo de 2008

ser abuelo


Al nieto.

por Ruben Guirland

Sabes, tú no me debes nada.
Yo ya me lo he cobrado todo.
Es más, voy cobrando por adelantado.
Hasta con trampas, uniendo en pedacitos de instantes, con zurcidos de momentos invisibles.
Recojo en la cuenca del tiempo cada palabra nueva “mal pronunciada”, cada reclamo de “abuelo”.
Acuno en la memoria cada gesto, riza y llanto para intentar volver a pintar color primavera cada tramo olvidado de la infancia de mis hijas.
Acerca recuerdos en cada abrazo, despierta el aleteos de miles de palomas dentro de mi pecho de padre.
Saber que en la noria del tiempo, siempre vuelve la primavera, vale la pena vivir.
Ciertamente es un milagro soñado ser ABUELO.

miércoles, 23 de abril de 2008

Un pedacito de madera


La figura del tucán

La luz amarilla del semáforo y la prudencia me indican que debo aminorar la marcha, aunque el automovilista que me sigue no entiende así. Pronto me hace notar con sus señales de parpadeo de luces, para después acelerar y cruzar el semáforo… en rojo.
La señal roja, “pestañeante y desafiante” despabila mi instinto y me produce cierta culpabilidad por aquella detención.
¿La conciencia colectiva, esta adormecida?-pensé al advertir a una niña harapienta, que con sus pasos agiles se movía entre los autos que se iban agrupando en dos y hasta tres filas en el semáforo.
De cabellera negra y revuelta por el gélido viento, pronto se acercó a mi ventanilla, que yo tenia abierta a pesar de frio.
Depositó en mi mano una figura tallada en madera. Era la de un minúsculo tucán. Miré atontado aquella figura inerte. A mi mente el recuerdo de un libro que “Mi Cristo roto”.
“Me compra” -dijo la niña-Era una indiecita e unos diez años.
Mire aquella carita oscura y hermosa. Y en la obnubilación pronuncié la pregunta más tonta” ¿sabes hablar guaraní?”.
Ella, por toda repuesta me dice “si”.
En esa vocecita mis oídos percibieron el canto dulce y triste de los pájaros del monte misionero; mientras mi conciencia se desesperaba en ganar su simpatía.
Mire sus manitos. Y jugué con mi conciencia en algún intento de hacerle trampa de bautizarla con algún nombre de mi agrado
:mariposa de la selva, cristal de agua, luz de arco iris. O mejor en guaraní: mbaynumby*, heireté**, o de santo como tupasy mí***.
Su dulce mirada se cruzaron con la mía traspasándome el alma, mientras que, aquel pedacito de madera depositado en la palma de mi mano me quemaba la conciencia.
¿Cuánto vale aquel pedacito de madera?.
Y la repuesta es que tiene un valor impagable, inmensurable.
Y entonces me asaltan las culpas, todas juntas: las mías y las ajenas.
Por los montes arrasados, los animales sacrificados, el aire y el agua contaminados.
La religión robada y la cultura aplastada.
Por la desigualdad, el hambre, la enfermedad y las muertes previsibles.
¿Cómo ahogar esta conciencia colectiva?.
Tengo ganas de gritarle: “Yo no fui”
Pero sé que ese grito mentiroso y prohibido nunca saldrá de mi garganta.
Percibo la cruel realidad como una ruta de sentido único y sin retroceso, como la misma existencia, que me oscurece y aplasta la conciencia.
La luz verde del semforo me autoriza y obliga a circular. Por el espejo retrovisor diviso la figura de la indiecita, cada ves más pequeña y lejana, perdiéndose en el asfalto si el tiempo la trasportara al pasado.
Y entonces comparo su cultura, la que agoniza irremediablemente.
Quisiera regalarle su tiempo y sus contumbres.
Pronto la pierdo en la distancia con la manito levantada en señal de despedida…¿o de ayuda?.
Tal ves las dos cosas.

Ha pasado una semana de aquel suceso, cuando por casualidad encontré en el piso el auto tirado aquel tucán de madera.
Abandonado, sucio y pisoteado.
Lo levanté con el alma compungido, cual un pájaro herido o un “Cristo roto” .

En su figura triste y sucia vino a mí mente el recuerdo de aquella carita sucia y hermosa.
Pero nunca más la encontré.
Desde entonces el tucán no tiene dueño, ni precio porque no fue comprado ni regalado.
Y yo como testigo y depositario cargo con la cruz.
Un trozo de madera, una figura de tucán tallado.
Como el Cristo de madera del altar de mi iglesia.
Un Cristo agonizante clavado en la cruz, tallado en madera, igual que la figura del tucán que le robé a la indiecita, sin saber que le había robado.

Ruben Guirland
*picaflor
**miel de abeja
*** virgencita
.

jueves, 27 de marzo de 2008

ya no somos los mismos de entonces...


Ya no somos los mismos de entonces.( amor de primavera)
Por Ruben Guirland

A veces sueño con mi pasado.
Entonces, en escenas difusas, el inicio de mi adolescencia lo hago realidad.
Mis primeros pasos en la secundaria.
Se me borran los nombres y rostros de los primeros compañeros
La figura de algunos profesores se dibuja imprecisa, igual que las horas de clases.
¿Que será de la vida de tantos compañeros?. Por entonces niños, en el umbral de la adolescencia, todos empujados por sus propios sueños y esperanzas.
Se suceden los recuerdos del colegio, las tertulias, las kermeses; el cine y las películas del lejano oeste.
Y la emoción incontenible de conocer por primera ves el significado de la palabra: amor.
Y aquella niña de encanto sin igual. Un amor correspondido.
Con un “te quiero” me pincela el arco iris de la esperanza, en un universo que no alcanza para contener tanto amor
La existencia gana una motivación diferente, única, donde se conjuga la nostalgia del otoño con la felicidad de la primavera.
Los deseos y sueños son iguales: volver a aquel rostro una y mil veces. Sentir la tibieza de su piel, la dulzura de su mirada.
Estar enamorado es, conocer que el instante de la espera es eterno y vacio, el estar juntos es un cántaro que nunca se llena.
Besos fugases robados, que en el tiempo serán inmortales. Eternos.
La conciencia de amar lo prohibido y perdido. Lo fugas, efímero.
Las flores de primavera, la vida de una mariposa, el globo de un niño, la pandorga; son irremediablemente, desesperados aleteos de paloma solitaria en la oscura tormenta de la existencia.
Palpitar que ese amor es prohibido. Los niños adolecentes (de entonces) no deben amar, son muy jóvenes para saber amar, dicen los mayores.
Y un día de verano la despedida.
La congoja infinita ante la certeza, de que aquel adiós es el final. De perder para siempre la figura de aquella princesita.
Pero en la noria del tiempo todo llega y todo pasa.
La tierra peregrina y viajera me recuerda que han pasados muchas primaveras y otoños.
Y hoy el destino me ofrece la posibilidad de volverla a ver.
Siento en el corazón el aleteo de miles de palomas. Y esta incertidumbre por el reencuentro.
Para reencontrarme con esa mirada que tanto amé, solo debo llegar al lugar indicado,
Pero en el laberinto de mis pensamientos sé que eso no puede ser. No debe suceder.
El tiempo me dice que yo ya no soy aquel niño adolecente.
Los dos hemos cruzados en el tiempo destinos, sueños y fantasías, pero por puertas diferentes.
Mis cabellos blancos me dicen que ya no soy, ni somos los mismos de entonces.
Y esta realidad me dice lo infinito que seria mi pena al reconocer a una mujer mayor; la que sin ser culpable, le ha robado toda la juventud a aquella niña que yo conocía. Y amaba
Por eso, prefiero no encontrarme con esa mujer.
Por que si la encuentro solo le preguntaría: Que sabe de aquella niña que tanto ame.
Y es probable que ella también me haga la misma pregunta.
Y quizás los dos no encontremos la repuesta… aunque los dos los sabemos.

domingo, 23 de marzo de 2008


La hora del cine. ( por Ruben Guirland)

Aún me quieres ?. Le murmuré en un susurro al oído, mientras mis labios rozaban la suavidad de su mejilla.
La oscuridad de la sala del cine confabulaba e invitaba al abrazo y las tiernas caricias,
Influenciado por la escena de amor y mientras su cabellera color miel jugaba con mi rostro, era imposible disimular aquel sentimiento.
¿Acaso pronuncié aquella oración bajo el influjo de la película? O fue el momento esperado, oportuno, decisivo para pronunciar las palabras guardadas, deseadas...y temerosas.
Pero debía vencer el miedo a la realidad, a la incertidumbre que nubla el razonamiento.
Causa o consecuencia.
Antes la frase ya pronunciada, en el tiempo eso pierde toda importancia. Es más carece de sentido.
Ella por repuesta dio vuelta la cara descubriendo mi ansiedad (aun en la oscuridad), poso sus ojos sobre mí, mientras sus labios abiertos en una tierna sonrisa rosaban suavemente mi frente. Quizás aquella fue el beso de la condena…
Después el silencio.
A seguir la escena de la película.
Ella tomó mi mano entrelazando nuestros dedos; me así a esos dedos mientras me caía irremediablemente en el precipicio donde reina el desconsuelo.
Solo resta aceptar, reconocer lo perdido, lo imposible. Pero, como pesa este sentimiento!!.Esta esta carga, esta cruz.
Este puñal!!.
Dicen que el tiempo cura todo. Y lo que el tiempo no cura, cura la muerte.
El regreso del cine fue en silencio.
"Estoy confundida, necesito tiempo"- fue lo ultimo que dijo mientras abría la puerta del auto…
Y esa, con un beso fugaz casi robado fue la despedida.
Un trueno anuncia la inminencia de la lluvia.
Lluvia.
Necesito para limpiar, desahogar esta pena.
El cielo o el inferno (o ambos) escuchan mi deseo.
Y se desata una tormenta con lluvia y granizo.
Toda la furia contenida arrasa con la ciudad, que
queda a oscuras, estremecida por un trueno.
Solo los faros de los automóviles dan luces a tantas tinieblas. Yo acelero a mil.
Necesito huir, escapar.
Las luces muy blancas de un automóvil cada vez más cerca me invitan a la libertad. Acelero desesperado buscando aquellas luces muy blancas, para escapar hacia la libertad. Después solo la nada.
Me espera el cielo, o el infierno.
53 años yo, 18 ella. Ahora es libre y yo viajo hacia la libertad.

Se murió de pobre


Inocencio se murió de pobre.
Se levanta la fina cortina de humo, perdiéndose hacia el cielo gris; contoneándose como una bailarina vestida de negra.
El humo, que en su desplazamiento juega con la imaginación, también recuerda la figura de una gigante serpiente, en su lenta huida hacia las alturas.
El olor rancio, mescla de humos de leños verdes, cartón y humedad, produce escozor y lagrimeos al único poblador de aquel miserable rancho.
Inocencio Flores, el morador que llegó hace mucho tiempo a aquel paraje, sabe que alguna vez cruzó el ancho rio. Para escapar del “cuartel” prefirió trabajar en “lo que sea”.
Recuerda, vagamente, que alguna vez tenia mamá en el Paraguay, padre nunca tuvo, nació un niño “chimbo”.
Eso rememora con nostalgia en soledad, cuando ayudados por el aguardiente y las polkas paraguayas que tienen la virtud de (o la desgracia) de resucitarles algunos recuerdos nunca bien enterrados.
A veces también le aletea en el corazón, esquivas reminiscencias de lejanas infancias que incitan migajas de alegrías. En su juventud siempre fue huidizo para el afecto. Siempre prefirió andar en yunta con la libertad para no quedar nunca atado a algún sentimiento. La libertad y la juventud eran sus compañeros. Pero él no sabía que la libertad tenía una hermana; que alguna vez vendría de visita para quedarse: la soledad.
Inocencio tiene ahora 53 años, pero aparenta muchos más por su cuerpo delgado, rostro arrugado y andar encorvado. Es que en el trayecto de la existencia se olvidó de un cómplice insobornable: el tiempo.
Ahora, ya viejo y sin fuerzas sin posibilidad de pagar tan alto tributo, solo sobrevive, gracias al milagro de seguir respirando.
Inocencio, que en su juventud caminó con el sol, la lluvia, el frio, el calor; el agua y el fuego; (todas armas de los dioses mitológicos), ahora debe acercarse a la ventanilla del dios de todos los dioses y pagar el último tributo; el más caro.
Y una fría noche de otoño, se cansó de respirar; su historia también se perdió con él en el tiempo.
Inocencio se murió de pobre.