jueves, 29 de mayo de 2008

Crescencio


Crescencio: un ave solitaria.
Un cuento de R. Guirland
“Crescencio, te están buscando” - le gritaron al pasar los jornaleros.
Regresaban de la tarefa con la caída del sol; amontonados y acurrucados sobre las hinchadas “ponchadas” en la carrocería del viejo camión “119”.
“Quien me busca, caraj…”, apenas pudo responder a modo de saludo y pregunta.
Su grito entrecortado, se perdió entre la polvareda de la sedienta tierra roja y el crujir lastimero del viejo Mercedes, que se desplazaba lentamente, perdiéndose luego en la bajada de una pronunciada curva.
Crescencio volvió a quedarse solo en el rosado, mimetizado entre las ramas resquebrajadas y los negros troncos; restos de lo era un tupido monte.
“Parecen madres con lutos, en pena”- compara – pensando en los troncos negros y quemados aun de pie.
Apurado por el sol que empezaba a descolgarse en el horizonte, asió con fuerza el mango de su reluciente y cimbreante machete.
Cortando y apilonando en montículos las ramas esparcidas en el rozado, con el vibrar del machete al cortar, le invadió una oleada de seguridad, que necesitaba.
Pero al intentar recortar una rama de “guayibira”, el machete con un quejido, rebotó en su mano y despidiendo destellos de luces fue a incrustarse profundamente en la tierra fértil y húmeda
Crescencio acogió aquella señal como una premonición; es que el guayibira es un árbol sagrado y venerado por los indígenas.
Volvió a mirar el rojo sol, que arrastrándose a ras del suelo, se resistía a hundirse en el ocaso.
“Carajo. ¿Quién me busca?. Pronuncia como una queja.
No era una pregunta. Era solo eso: una queja.
Ni siquiera se acercaba a un lamento.
Era solo una queja al único destinatario; o sea, el destino
“Contra el destino nadie puede, ni siquiera Dios”. Pensó.
Crescencio Isildro Barboza vino al mundo en el corazón del Alto Paraná misionero, tiene 28 años, siempre fue un obrero del monte solitario.
Única herencia que le dejó su padre antes de su accidentado fallecimiento hace más de 5 años.
El viejo murió monte adentro, hacha en mano, aplastado por un añoso guayibira
Nunca se supo si fue un accidente o un ajuste de cuenta. Es que los montes se cobran sus victimas; igual que los hombres.
Crescencio, manso y servicial, nunca reculó de tarea rural alguna.
Tenía por principio solo una condición: trabajar en solitario, no en manada
Por eso nunca se mescló en la tarefa de la yerba, de la cosecha del algodón o del té.
“La junta es mala consejera” –decía.
No. El prefiere andar solo.
Recibir solo sobre sus espaldas todos los honores o los castigos.
Prefiere estar siempre preparado para abandonar el lugar ante el quebranto de las palabras empeñadas; o agachar la cabeza antes una culpa.
Son cosas de hombre; igual que los brazos fuertes, las manos callosas y la conciencia.
Su único equipaje era la libertad.
La soledad, pasaporte para recorrer sin trabas ni ataduras, los obrajes del alto Paraná. Por eso nunca se “acollaró”. En el amor siempre fue ave de paso.
Por evitar la multitud, pocas veces se equivocó.

Pero esta vez, el diablo le tapó el entendimiento ganándole la pulseada.
Puso en su camino a la apetitosa morocha Lizandra Araoz Da Silva; la mujer del gendarme que custodiaba la frontera.
“Y bueno, el destino lo busca a uno”-dijo- pensando en esa mujer y en su error.
Se vistió de gala, con su camisa blanca y su pañuelo rojo al cuello: era una deuda, una cita de honor.
Así lo consideró él: si lo andan buscando, se hace presente, porque no es un hombre de andar escondiéndose.
Y esa noche, viernes de luna llena se apersonó al único almacén del lugar.
Se sentó junto a una mesa es un rincón, pidió una copa de caña paraguaya, sorbió un trago y se dispuso a esperar.
Impaciente, volvió a levantar su copa por segunda vez, pero no pudo volver a sentir el sabor picante del líquido al correrse por su garganta.
Nunca llegó el vaso a su boca.
Súbitamente su pecho fue perforado por siete balazos que partieron del arma del gendarme.
Crescencio , con los brazos en cruz, quedó como dormido sobre la mesa, mientras la sangre libre, brota como un torrente de su pecho confundiéndose con su pañuelo colorado y pintando de rojo su camisa blanca,.
Crescencio isildro Barbosa murió pagando con su vida la deshonra de aquel gendarme.
Apenas tubo tiempo para pensar apresurados, en tramos de su pasado. El recuerdo de su madre y su infancia se esfumaron al instantes como relámpagos lejanos. Sintió la apresurada huida de la sangre caliente de su cuerpo. Adormecido, sintió el tibio abrazo protector de su padre.
Fue el momento más tierno de su despedida. Aquel abrazo que en vida, nunca recibió.
Y entonces se entregó a la muerte; ahora nadie llora, ni extraña su partida.
Quizás los montes, los arroyos, las selvas y las picadas de tierras rojas, susurren su nombre al viento.
Tal ves los pájaros del cielo, porque Crescencio es uno de ellos.
Un ave solitaria.