sábado, 7 de julio de 2007

AMBAR ( cuento)

Por Monica Idzi ( del Grupo Misioletras)

El frío la envolvió como una mortaja, y fue un detalle nada más al estado en el que se encontraba. Pálida como un cadáver el maquillaje se había vuelto una acuarela lamentable. Era hora de volver a casa. Si bien ya casi amanecía, flotaba sobre las casas una bruma densa, helada, que escarchaba el aire que exhalaba en la respiración. Debajo de las medias la piel se le había puesto morada. La carne ajada profundamente contraída por las bajas temperaturas dejaba ver las marcas del embate cometido por la noche, despiadada con ella y las demás, la noche larga para quienes se ganaban el sustento con los apetitos carnales de otros, que luego del ultraje volvían a dormir tibios al lado de la esposa, o por lo menos en una buena cama. Ya no podía tenerse en pie. Comenzó a volver caminando despacio por un costado de la avenida pensando en la taza de café que con suerte quedó sobre la cocina y podía calentar cuando llegaba. Lo más gratificante que podía conseguir luego de esa jornada.
Cuando el despertador sonó parecía que lo terminaba de colocar, un rato antes de acostarse. O fue tan intenso el cansancio que se agotó el poco tiempo de sueño del que disponía sin llegar a recuperarse. Se despertó agitada y profundamente agotada. Afuera se escuchaba una cumbia, y eran los primeros sabores del día. Pero antes de oír ella lo sintió en la lengua, en la piel y en las gotas de sudor que empezaban a recorrerle la curva de la espalda o se dibujaban en la línea entre el labio y la nariz. A pesar del invierno que unas horas antes la había matado, a esa hora su cuarto era un solarium. La luz que entraba a través del vidrio de la ventana le daba una apariencia irreal. Tendida en la cama parecía una fruta del Trópico. Ambar. Así se veía con la luz del sol tiñéndola. Entonces sonrió débilmente. Desorientada, trató de incorporarse.
El agua del lavamanos en los ojos le provocó un ardor que fue como si le hubiesen echado ácido. No era sólo el cloro que sobreabundaba para no dejar ver lo contaminada que estaba, eran también las horas que hacía que no dormía tanto y tan profundo. Había tenido que hacer un esfuerzo enorme para recordar cómo debía hacer para levantarse. Al salir del baño miró alrededor y se dio cuenta de que ya no reconocía nada que tuviera que ver con la casa. Los únicos interiores que habituaba eran los de sus casuales visitantes en la esquina que por derecho se había ganado en aquella generosa avenida, que daba para todo y para todos. Allí se había acostumbrado tanto a estar de pie y con los ojos abiertos, que ya no tenía percepción exacta de su ubicación en el mundo. No se tomaba -hace mucho- un segundo para percibirse en su totalidad, desde su cuerpo percibirse en el mundo. La inercia vencía cualquier percepción de la realidad. ¿Qué diferencia había, después de todo, entre girar en un gran círculo o ir en una recta, sin una dirección voluntaria? Podría estar conduciéndose cada vez más lejos, o estar cavando circulares fosas, y nunca notar la diferencia. En realidad había perdido casi toda sensación corporal. Así la habían dejado, y sin duda prefería permanecer así como única forma de soportar el estilo de vida al que tuvo que adaptarse. Ignorando aun otro mundo del cual sabía pero negaba. Es la manera que encontró de sobrevivir y resultaba, entonces era válido aunque injusto para quienes esperaban y necesitaban de su atención.
La cumbia se hacía escuchar desde la calle como si la estuvieran tocando dentro de su cuarto. A veces los sonidos de ese cotidiano también difícil pero más personal que incluso parecían disfrutar los habitantes de ese mundillo del ir y venir constante de caderas, canastos y ofertas en voz alta la reconfortaban. Mirar hacia afuera y ver el sol brillando en las mejillas y en las fundas doradas de los dientes escasos de las vendedoras de verduras, queso casero y medias can-can y su paseo casi al compás de la cumbia, orgullosas de ser el sostén de la casa y el marido. Cada uno jugaba con sus propias reglas en un acuerdo implícito sabiendo por propia experiencia las leyes de la oferta y la demanda. Similar, pero tan diferente a su realidad. Aquí la mercadería tenía reposición y un mal negocio no podía afectar más a quien la comerciaba que en una eventual pérdida de porcentaje, fácilmente recuperable. Tan diferente a su realidad… Ella ya no tenía su cuerpo, en su lugar le dejaron una piltrafa que cada vez fue devaluando más su oferta. La vida personal ni la podía contar entre algo que le haya pertenecido alguna vez.
En su contemplación sintió que sonaba el teléfono. Al levantar el tubo escuchó una voz femenina familiar pero que no pudo identificar en un primer momento. Luego de unos minutos de conversación un poco alterada dijo: “Está bien, llévame a verlo”… y colgó.
Al hacer la curva vio a su madre y al niño que la esperaban en el andén. Los vio de lejos y aun antes de bajarse del tren, supo claramente cómo quería vivir la vida a partir de allí.

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