lunes, 3 de diciembre de 2007



Graciela Bentancor: del Grupo Misioletras
OROPELES
Atada por el deber, un deber al fin no cumplido, estoy sentada frente al gran ventanal de una sala de estudio. No sé si está mi corazón dispuesto en esta noche, o es realmente bello lo que veo. Lo cierto es que es inútil el intento de avocarme de veras al estudio. Mis ojos se desvían una y otra vez hacia fuera, donde un coposo árbol acapara mi ciencia, y no puedo reprimir el deseo de mirarlo. Y al fin permito que su contemplación me llene de esos sentires intensamente dulces y familiarmente intensos que conozco tan bien.
No sé qué tiene.
Lo he mirado cien veces. Al azar, al descuido, porque domina toda mi ventana. Pero esta noche es otro, es distinto, es único.
Una luz que no quiero saber de dónde viene lo baña desde arriba, en la expandida copa, y va disminuyendo hacía abajo, donde el tronco se inclina levemente sobre el césped, como un ancla. Y sin embargo se mece, se mece tolerante y benigno con la brisa nocturna.
Y entonces, siento que me daña su imagen.
Porque parece un pino navideño.
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Hay dos tipos de árboles que me parecen tristes: los pinos tan callados de los cementerios, y los pinos cargados de luces de las navidades.
Parece obvia la razón de los primeros. Y parece contradictoria la de los segundos. Bueno… estoy acostumbrada a contradecir lo obvio y a dar por sentado lo contradictorio, contra viento y marea. Pero esta desazón me está enlazando la garganta con finos cordones de angustia al parecer absurda.
Sí. Toda la familia está esperando que arme el arbolito. Pero este año pienso rebelarme. Porque yo pienso que toda la creación se iluminó de una luz que no tiene parangón en esta tierra cuando la natividad se produjo. Es curioso: hay gente corriendo comprando adornos, luces, brillos, pero no sabe qué quiere decir la palabra Navidad. Nacimiento. De la esperanza, que, justamente, me recuerda al “verde que te quiero verde” de Lorca. Yo siento esperanza cuando miro la naturaleza con sus propias joyas. Me entristezco cuando algún árbol se deshoja, pero inmediatamente me recupero, porque sé que volverá a dar su esplendor, volverá a nacer en la esperanza de la primavera. En cambio, los pinos navideños son arrancados de su sitio, o reemplazados por copias cada vez más idénticas,(tanto que se produce el raro hecho de que, al ver uno hermoso y natural en el apogeo de su belleza, digamos”¡Parece artificial!” y viceversa, con los que compramos en los bazares: “¡Parece de verdad!”), insertados sin raíces en algún recipiente, y revestidos de dorados, plateados, rojo sangre, filigranas, brillantinas, luces intermitentes y su vestido natural ni se verá. ¿Por qué? ¿Qué más luz, qué otro adorno que la luz de su verde? ¿Qué más joya perenne que su savia nutriente?
¡Chin- Chin!, ya conocemos la historia de los pinos navideños: En menos de un mes ya habrán desaparecido cintas, adornos, brillos y luces con música o sin ella, el lugar será despojado y el árbol confinado a algún placard si es de plástico o tirado en algún lugar donde no moleste y termine de morirse. Cuando el ajado oropel de las fiestas se desvanece, despojan al pobre pino de todas sus galas baratas, y queda triste, desnudo, deslucida la natural presea de su copa.
Entonces, me regocijo por el árbol de allá afuera. Siento una dulce alegría, porque no es un pino navideño, aunque mirarlo sea una fiesta. Allí estará cuando vuelva de mis vacaciones, aferrado a la tierra que lo nutre y dándole belleza, recordándonos que Dios existe, que puso todo su amor en la creación y que ésta resiste a pesar de los ataques demenciales de los hombres, y poniéndonos una vez más a la expectante espera del mañana, cargándonos de certera esperanza.
Salgo de lo profundo de mis pensamientos y miro otra vez el árbol, y, arriesgándome una vez más a ser observada y causar alarma, lo saludo y le mando un beso. Porque, como no es un pino navideño, nadie vendrá a despojarlo de sus adornos algún día.
Graciela Bentancor.

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